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domingo, 29 de julio de 2012

Angelo Giuseppe Roncalli…Sólo por hoy.

En el poblado de Sotto Il Monte –Provincia italiana de Bérgamo, Región de Lombardía– nace a las 10:15 de la mañana del día 25 de noviembre de 1881 Angelo Giuseppe Roncalli quien sería el cuarto de los trece hijos del matrimonio entre Battista Roncalli y Marianna Mazzola. Fue bautizado el mismo día de su nacimiento por el párroco Don Francisco Rebuzzini, en la Iglesia de Santa María; como padrino fue escogido su tío Zaverio, ferviente practicante de la fe católica y hermano de su abuelo. La familia Roncalli era de origen humilde y pobre, pero dentro de su pobreza escondían un gran tesoro –muy valorado por Angelo durante su crianza y el resto de su vida– pues crecieron como familia bajo la bendición de la fe, el amor, la caridad y su absoluta confianza en la providencia de Dios, a la que consideraban como fuente elemental de serenidad y paz.



Para la época de los primeros años de Angelo, el futuro de la mayoría de los que naciesen en Sotto Il Monte estaría perfilado para que se dedicasen a la agricultura como fuente de sustentabilidad, de hecho, sólo se les brindaba una educación elemental  hasta los diez años de edad; no obstante, Angelo sería un caso especial. Durante sus estudios elementales en el periodo que abarcó desde 1887 hasta 1890, destacó por su capacidad intelectual y pasión por los estudios religiosos lo que le permitió recibir el apoyo económico del párroco Rebuzzini y de Giovanni Moriani –propietario de las tierras que cultivaban los Rocanlli– y así poder ingresar en el Seminario de Bérgamo para cursar estudios superiores. Angelo, con escasos 11 años, antes de partir de su tierra natal le comentó a su madre: “Voy a estudiar la vida de Jesús y estarás orgullosa de mí”, pero fue su papá quien lo acompañó por el camino que lo dirigiría hasta  Bérgamo y quien intentó disuadirlo de la idea de ingresar en el Seminario a lo que Angelo contestó: “Papá quiero ser sacerdote, es lo único que quiero”. 


En 1892 ingresó oficialmente en el Seminario de Bérgamo y a causa de su excelente desempeño e inquebrantable moral fue enviado a culminar sus estudios en Roma. Angelo recordaría de su experiencia en el Seminario: “Nos han dado discretas alas y coraje a nuestra juventud para alcanzar grandes horizontes”. Hizo muy  buenos amigos con los que compartía paseos por toda Roma; un día salió a conocer  los templos más importantes con la compañía de ellos, y a la salida de uno de los templos un mendigo ciego le cogió de la mano y le dijo: “Eres tu, eres el que viene de blanco como la sagrada ostia”. El 10 de agosto de 1904 fue ordenado sacerdote, al día siguiente ofreció su primera misa en la Catedral de San Pedro. Esa misma tarde fue presentado a la máxima autoridad de la Iglesia Católica, El Papa Pio X, a quien le dijo estar inmensamente contento de estar arrodillado a sus pies y manifestó los sentimientos que había tenido durante su primera misa sobre la tumba de San Pedro.  Pio X le comentó: “Bien hijo, esto me complace. Yo rezaré al Señor para que bendiga de manera especial sus buenos propósitos y sea un buen sacerdote. Bendigo también a todas las personas que se han alegrado por usted”.




Algunos compañeros de Seminario poseían buenos contactos dentro del Vaticano y le propusieron la idea de permanecer en Roma porque era allí donde se encontraban los puestos importantes; Angelo, con la humildad y sencillez que lo caracterizaban les respondió: “Los puestos importantes se encuentran al lado de los nuestros” y decidió regresar a su tierra natal donde fue nombrado Secretario del Obispo de Bérgamo Monseñor Giacomo Radini Tadeschi. Tanto Angelo como Tadeschi trabajaron juntos por los más desamparados y en su lucha fueron criticados y acusados de pertenecer a alas modernistas que no podían tener lugar dentro de la institución católica.  Al morir Tadeschi, fue presionado para irse al extranjero, quizás mucho más lejos de lo que se hubiese imaginado. Le tocaría una larga estancia de 10 años en Bulgaria como visitador apostólico donde se esforzó por encontrar puntos en común con los cristianos ortodoxos –lo  que le motivó a dedicar el resto de su vida a la búsqueda de la unidad entre las religiones–.  Mucho más ardua fue la labor impuesta como delegado apostólico en Grecia y Turquía, para ese entonces ya había estallado la Segunda Guerra Mundial y Angelo comprendía que el mundo se estaba convirtiendo en un cementerio; asumió que su deber como sacerdote era el de socorrer a los oprimidos y perseguidos –en algunas ocasiones arriesgando hasta su propia vida–.

 
Para 1944, estando en Turquía, le tocaría luchar por la vida de al menos 600 niños judíos que se encontraban bajo poder nazi. Cuentan que se entrevistó directamente con el embajador alemán para pedir por la vida de los inocentes, pero la respuesta de éste fue negativa, por ello acudió a su esposa cordialmente para hacerle entrega de lo que ella consideraba un regalo. Al quitar las envolturas, la mujer encontró el zapato de un niño y le preguntó: -¿Por qué me ha dado esto? y Angelo le contestó: -Pertenece a un niño judío y me temo que a donde ese niño va ya no lo necesitará. Continuó buscando la manera de rescatar aquellas almas inocentes y ya en la última hora, antes de que un barco con niños judíos partiera con destino a los hornos de cremación, en una última acción desesperada y cargado de ironía, acudió a la casa del embajador y le encontró cenando junto a su esposa: –Excelencia, le pedí ayuda y me la ha denegado, tal vez le puse en una situación difícil pidiéndole semejante favor de manera que me dije: Angelo, como buen cristiano, su Excelencia quiere ayudar, pero debes limitar tus peticiones, así que quizás pueda ayudarme con un pequeño problema que tengo. Hay 600 niños judíos en ese barco y no tenemos tiempo para llenar todos los salvoconductos de la Santa Sede, así que sólo podemos salvar a la mitad de ellos. Tal vez usted podría ayudarme a elegir ¿Quién se va y quien se queda?… ¿A quiénes mandamos al horno?      


Finalmente, el embajador alemán, conmovido, accedió a ayudarle –aún con el conocimiento de las consecuencias para él y su familia– y se lograron salvar 600 vidas. Al finalizar la guerra, Angelo escribió al embajador una carta: “Jesús murió por la hermandad universal, la más importante de sus enseñanzas es la caridad, el triunfo de la caridad, y el riesgo que corrió usted es una prueba de ello. Usted realizó una hazaña extraordinaria y su partida me aflige enormemente. Su camino será difícil, puesto que no solo tendrá que responder ante su propio gobierno sino también ante los gobiernos aliados. Le bendigo y rezo por usted, y si alguna vez me necesita sepa que siempre podrá contar conmigo”.


Pio XII supo reconocer en Angelo su gran capacidad para la diplomacia, por ello en diciembre de 1944 fue nombrado Nuncio Apostólico de París. También allí se encontró con grandes dificultades, las cuales supo resolver gracias a su cortesía, simplicidad y amabilidad conquistando los corazones de los franceses y de todo el cuerpo diplomático. Estando en Francia fue nombrado Cardenal de la Santa Iglesia Católica –12 de enero de 1953–. Tres días más tarde, el 15 de enero, fue nombrado Patriarca de Venecia, Angelo debía dejar París. Era tanto el afecto que se ganó de los franceses que hasta un encarnizado anticlerical explicó los motivos por los cuales el Cardenal Roncalli se marchaba con toda la simpatía del pueblo francés: “El pueblo francés no olvidará su bondad, la delicadeza de trato, las pruebas de amistad recibidas, habiéndole conocido no sólo como un diplomático sino como un preciado estudioso de la antigüedad que ha visitado toda Francia hasta las costas africanas”. El Eliseo fue el lugar escogido para que el 15 de enero de 1953 el presidente francés Vincent Auriol le entregara la birreta cardenalicia. En el acto el Cardenal Roncalli, como es tradición, se arrodilló para recibir la birreta, no obstante, Auriol se inclinó hacia el cardenal y le susurró con voz temblorosa: “No eminencia, levántese, levántese… Soy yo el que tengo que arrodillarme ante usted”.


El Cardenal Roncalli llegó a Venecia con  la convicción de que éste sería su último destino, creía que allí pasaría sus últimos días al servicio del Señor. Al momento de presentarse ante los venecianos lo hizo de la siguiente manera: “Os quiero hablar con la mayor claridad de corazón y de palabra. Os han contado cosas de mí de mucha grandeza y que no me corresponden. Ahora me presento con toda humildad. Como toda persona aquí presente procedo de una familia y de un sitio determinado; que con la gracia, la buena salud física vea con claridad las cosas; que con buena disposición el amor a la humanidad me mantenga fiel a la ley del Evangelio respetando mis derechos y los demás para hacer a todos el bien en vez de hacerles daño […] Vengo de una familia pobre y fui educado en una feliz pobreza. La Providencia me sacó de mi pueblo natal y me llevó a recorrer tierras de Oriente y Occidente acercándome a personas de religiones e ideologías diferentes a la mía […] Permanecí en contacto con problemas intensos y peligrosos, manteniendo la calma y el equilibrio y buscando siempre lo que une en vez de lo que nos separa a unos de otros”. En Venecia quedaron asombrados con el trato que el nuevo Patriarca les ofrecía, no tardó mucho en conquistar los corazones de los venecianos quienes sentían que el nuevo Patriarca los trataba de una forma especial.


Para el 9 de octubre de 1958 es anunciado al mundo el fallecimiento de Pio XII. Como es tradición, el Cardenal Roncalli y Patriarca de Venecia debía acudir a Roma para participar en el Cónclave –en la elección del nuevo Pontífice–. A su partida fue despedido por una multitud de personas, algunas de ellas entristecidas porque tenían el augurio de que el Cardenal Roncalli, ahora de 77 años, no regresaría a Venecia. En el interior de la Capilla Sixtina, 51 cardenales iniciaron el Cónclave para elegir al sucesor de Pio XII el 25 de Octubre; la elección del nuevo Papa duraría cuatro días. Durante ese periodo el Cardenal Roncalli escribiría: “Alimento la esperanza de regresar pronto a Venecia y permanecer allí hasta que el Señor me llame”. Sin embargo, Angelo comenzó a preocuparse cuando le tocaba ver su nombre en los escrutinios de la votación “Mi mísero nombre ha vuelto a salir… Dios mío ayúdame”.




Finalmente, el 28 de octubre, hacia las 5:08 de la tarde, la multitud congregada en la plaza de San Pedro vio salir humo blanco a través de una de las chimeneas ubicadas sobre el tejado de la Capilla Sixtina; eso significaba que un nuevo Vicario de Cristo había sido elegido. Poco después, el Cardenal Protodiácono se dirigió al balcón principal de la Basílica para anunciar al nuevo Papa según la tradición católica: “Annuntio vobis gaudium magnum, Habemus Papam, Eminentissimum ac Reveredisimum Dominum Angelum Iosephum, Santæ Romanæ Ecclesiæ Cardinalem Roncalli. Qui sibi nomem imposuit Loannis vicesimi tertii”. Anunciaron al mundo que Angelo Giuseppe Roncalli sería el Papa Nro. 261 de la Santa Iglesia Católica y que se identificaría con el nombre de Juan XXIII. Muchos entre la multitud pudieron intuir que sería el Papa de los sufrientes, de los marginados y de los abandonados. Angelo Roncalli, ahora Santo Padre, salió al Balcón de San Pedro vestido con el blanco de la sagrada ostia –quizás del mismo modo que logró verlo aquel ciego mendigo cuando apenas Angelo se ordenaba de sacerdote– e impartió su primera bendición a las 6:20 de la tarde frente a todos católicos reunidos en la plaza.  


Inmediatamente luego de la elección, Juan XXIII demostró que no seguiría los procedimientos de su predecesor Pio XII y decidió, como era su costumbre, estar en contacto directo con los feligreses. De esta forma comenzó a realizar sus primeros actos de caridad con niños, visitando a los pequeños pacientes del Hospital Bambino Gesú, donde un niño ciego le dijo: Yo sé que eres el Papa, pero no puedo verte. Aun así te quiero muchísimo”, de los ojos del Papa Juan brotaron lágrimas y quizás fue la primera vez en su vida clerical en la que se quedó sin palabras para responder. Tres meses después de su elección visitó a los presos de la cárcel Regina Coeli dándoles su bendición y pronunciando un discurso: “Tal vez os preguntéis por qué he venido. Bueno, no podéis ir a verme. Un amigo mio, hace años, cometió un pequeño delito y fue a prisión, así que fui a verle -¿Qué estás haciendo tú aquí?, este no es un buen sitio, me dijo- Le contesté: Esta también es la casa del Padre, he venido a ver como te va. Por eso estoy aquí, para poner mi corazón junto al vuestro. Ya no soy el joven sacerdote que era y no creáis que a un Papa no le cuesta andar. He venido para veros y me gustaría depositar mi corazón cerca del vuestro y cerca de los corazones de aquellos que os están esperando en sus casas: Vuestros hijos, vuestras mujeres, hermanas y madres que os consuelan y, a veces, os entristecen. Esta noche escribid a vuestras familias y decidles que hoy el Papa ha venido a verlos porque no os he olvidado. Todos, todos vosotros sois mis hijos y os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Guardaré este día para siempre en lo profundo de mi alma, en un rincón especial de mi corazón”.


Consciente de la necesidad de transformación de la Iglesia Católica para adaptarse a los nuevos tiempos, Juan XXIII anunció ante los cardenales reunidos en la Basílica de San Pablo –temblando por la conmoción, más aún con humilde determinación de propósito– la convocatoria a un Concilio Ecuménico para la Iglesia Universal y la reforma del Código de Derecho Canónico. Los cardenales presentes, especialmente los de la curia –órganos de gobierno de la Santa Sede– quedaron atónitos ante aquel anuncio, acababan de escuchar de un Papa considerado de transición el inicio de un Concilio que revolucionaría a la Iglesia Católica. Quizá, esta era una idea que podía estar en la mente de Papas anteriores, pero ninguno de ellos se atrevió a manifestarla. Juan XXIII hizo especial énfasis en que el objetivo del Concilio Vaticano II no sería el de definir nuevas verdades ni el de condenar los errores del pasado; se trataba simplemente de renovar la Iglesia para hacerla más santa y capaz de transmitir el Evangelio en los nuevos tiempos, concentrándose primero “En lo que nos une y no en lo que nos separa”. 





Así, la noche del 11 de octubre de 1962, para finalizar el acto inaugural del Concilio, Juan XXIII pronuncia en la Plaza de San Pedro un discurso que conquistaría al mundo entero: “Queridos hijos, escucho vuestras voces. La mía es una sola pero recoge la del mundo entero. Aquí todo el mundo está representado. Se diría que hasta la luna salió de prisa esta noche, observarla en lo alto, está viendo el espectáculo. Mi persona no cuenta nada, es un hermano que habla con vosotros, se ha convertido en Padre para hacer la voluntad de nuestro Señor […] Debemos continuar amándonos, amarnos así, mirándonos así en el encuentro, coger lo que une, dejar atrás, si hay, algo que pueda ponernos un poco en dificultades […] Todos juntos nos infundiremos ánimo y vida: Cantando, suspirando o llorando, pero siempre llenos de confianza y fe en Dios que nos ayuda y nos escucha, seguiremos para encontrar nuevo nuestro camino”.




Las habilidades diplomáticas del Santo Padre y su pasión por mantener la paz le permitieron desempeñar un papel de suma importancia durante la solución del conflicto que en 1962 el mundo conoció como la “Crisis de los misiles” –crisis durante la cual el mundo estuvo al borde de un cataclismo nuclear–. En el momento más álgido, realizó un llamamiento a los líderes de las súper potencias mundiales para que hiciesen un esfuerzo por mantener la paz; este llamado iba especialmente dirigido a los principales protagonistas  de esos días de angustia: John F. Kennedy, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, y su par de la Unión Soviética Nikita Khrushchev. En una petición que elaboró durante toda la noche comunicó a los líderes y al resto del mundo: “Para la Iglesia los bienes más preciados son la paz y la hermandad de todos los hombres. Vosotros que tenéis por voluntad divina la responsabilidad del poder escuchad, escuchad el grito angustiado desde todos los rincones de la tierra que profieren todos los seres humanos, desde los ancianos hasta los niños. Escuchad como se eleva hasta el cielo: Paz, paz, paz. Hoy renovamos esta solemne invocación, suplicamos a los gobernantes que no se hagan los sordos ante este grito de la humanidad, que eviten al mundo los horrores de una guerra que tendrá unas consecuencias inimaginables. Rezamos para que los gobernantes sigan negociando y dialogando a todos los niveles porque esta es una regla de sentido común y prudencia que atrae las bendiciones del cielo y la tierra. Sólo así podrán afrontar con la conciencia tranquila el juicio de la historia”. Afortunada o  milagrosamente tanto Kennedy como Khrushchev lograron encontrar una solución diplomática a la crisis.


Juan XXIII ahora se conocía en el mundo como el Papa campesino, el Papa de los desamparados… como el Papa bueno. Lamentablemente, sufría de una terrible enfermedad. El cáncer llegó a él cuando su más grande proyecto, la renovación de la Iglesia apenas comenzaba, sin embargo, esta terrible enfermedad no le impidió continuar trabajando arduamente por sus ideales y por lo que consideraba era la labor que Dios le había encomendado. No quiso realizarse una cirugía por temor a desviar la atención del Concilio Vaticano II.  Angelo Giussepe Roncalli fue propuesto para un papado corto, los que se conocen como papados de transición, pero la historia recogió entre sus líneas que, a pesar de su corto papado, logró implementar cambios trascendentales en la Santa Iglesia, adaptándola para que el amor, la fe y la caridad pudiesen llegar de una forma más sencilla, comprensiva y compasiva a millones y millones de feligreses en todo el mundo. 




El 3 de junio de 1963, en la habitación papal del vaticano, el médico pontificio verificaría una vez más el pulso de Juan XXIII, acto seguido el Cardenal Camarlengo acercaría una vela encendida a la boca del Sumo Pontífice para buscar un suspiro de vida, la llama de la vela no se agitó, el Papa había muerto. Como es tradicional, se cubriría su rostro con un velo blanco y el resto del cuerpo con seda roja, sus manos serían cruzadas a la altura del pecho y se colocarían entre ellas un rosario y un crucifijo. En las afueras, en la Plaza de San Pedro miles de feligreses rezarían por el descanso del alma de Angelo Giuseppe Roncalli, Juan XXIII… El Papa Bueno.


Juan XXIII, al ser ejemplo de naturalidad, humildad y alegría nos dejó muchas enseñanzas, una de ella quisiera compartirla ahora, es su “Decálogo de la serenidad” que fue un plan de vida que se trazó bajo el lema de “Sólo por hoy”.




Sólo por hoy.


“Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente el día, sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez”.

“Sólo por hoy tendré el máximo cuidado de mi aspecto: Cortés en mis maneras; no criticaré a nadie y no pretenderé mejorar a nadie, sino a mi mismo”.

“Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he sido creado para la felicidad, no sólo en el otro mundo, sino en éste también”.

“Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias, sin pretender que las circunstancias se adapten todas a mis deseos”.

“Sólo por hoy dedicaré diez minutos de mi tiempo a una buena lectura, recordando que, igual que el alimento es necesario para la vida del cuerpo, así la buena lectura es necesaria para la vida del alma”.

“Sólo por hoy haré una buena acción y no le diré a nadie”.

“Sólo por hoy haré por lo menos una obra que no deseo hacer; y si me sintiera ofendido en mis sentimientos, procuraré que nadie se entere”.

“Sólo por hoy me haré un programa detallado. Quizá no lo cumpliré cabalmente, pero lo redactaré. Y me guardaré de dos calamidades: La prisa y la indecisión”.


“Sólo por hoy creeré firmemente –aunque las circunstancias demuestren lo contrario– que la buena providencia de Dios se ocupa de mí como si nadie más existiese en el mundo”.


“Sólo por hoy no tendré temores. De manera particular no tendré miedo de gozar de lo que es bello y de creer en la bondad”.


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